“Alberto, tené cuidado. Uberti es tumbero”, me dijo al oído Santiago cuando me estaba retirando del pabellón. “Boludo, relajá. Ya sé que es tumbero”, contesté. “Entonces ponete pillo porque puede ser una tumbeada amigo. Con el Perro no se jode. Puede rompernos el pabellón y hasta pegarte un corchazo, si quiere”. “Tranquilo amigo. Voy a tener cuidado”. Me abrazó fuerte e insistió pegando su boca todavía más a mi oreja “No le des cabida. Te va a joder la vida”. Santiago me quería. Santiago no quería a mucha gente, de hecho, no se quería mucho a sí mismo, pero a mi me quería. Y Santiago estaba preocupado. No le gustaba nada que me reuniera con el jefe del penal, con el Perro Uberti. Según él, Uberti me estaba “tumbeando”, o sea, me estaba preparando una emboscada para que pise el palito y me rajen a la mierda o me pase algo. Yo también pensaba lo mismo que Santiago, pero si das clases de filosofía y literatura en una cárcel y el jefe del penal quiere reunirse con vos, bueno viejo, por más tumbero que sea “el gorra”, tenés que reunirte.

Creo que Santiago exageraba cuando decía que el Perro podía pegarme un corchazo. Poder, podía, por supuesto que podía, tenía fama de duro tiempo completo, pero desde mi perspectiva era inadmisible que el Perro atentara contra mi vida. El principal argumento era porque el Perro no era boludo. Eliminar un burguesito que encima es abogado trae muchas, muchas complicaciones. Mi eliminación traería un ruido mediático que repercutiría principalmente en el Servicio Penitenciario. Por el contrario, romper un pabellón o hacer matar uno, o varios presos, es mucho más fácil y produce desde la perspectiva perversa del sistema, mejores resultados que pegarme un tiro. Santiago temía por el pabellón pero también temía por mi vida. Yo también temía por la seguridad del pabellón pero más temía por la seguridad de mis alumnos. Santiago estaba equivocado. Yo sigo vivo, pero Santiago con su amor incondicional por Nietzsche, por las pastillas y por sus demonios, moriría a los pocos meses de dicha advertencia. Según la versión oficial, Santiago murió en un penal bonaerense acuchillado en una reyerta entre internos.

Transcurría el año117889444_2595444857437164_8363932002135876145_o 2012. Eran épocas en donde matar presos era fácil (en la actualidad también, aunque cuidan algunos detalles más). Es muy sencillo hacer matar presos. En un centro de tortura donde el hacinamiento y la carencia de higiene, salud, alimentos y comunicación es la regla, cualquier maquinación es efectiva para que los rehenes del Estado se maten entre si. El SPB conoce todos los expedientes de los presos aún sin leerlos. Los presos, una vez que entran en el circuito tumbero, raramente pueden salir. Para sobrevivir deben tejer alianzas, pactos, deudas y acreencias de todo tipo. Todos se conocen, son todos parte de una misma historia. Con esa información y el mandato discrecional que el cobarde Poder Judicial le otorga al SPB, se le hace muy fácil a un Jefe de Penal o a un Director de Unidad mezclar bandas enemigas en un mismo espacio y que se eliminen entre sí. Los resultados están a la vista, la muerte de tres presos por semana no es desidia, es decisión política… (extracto del capítulo «La delgada línea roja (2012)» del libro de Alberto Sarlo «Espectros del pabellón» que esperamos publicar en algún momento del 2020 si alguna editorial importante se copa en ayudarnos)

 

 

 

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